POR UN CINE POSIBLE         



Imagen por Andrés Casas 


AVANCE IRREFLEXIVO, RETROCESO METÓDICO.

POR OSCAR CARDENAS 



A propósito del fin de la Escuela de Cine de Chile.


Este 2025 la Escuela cerró sus puertas de forma definitiva. Fueron casi treinta años en los que se formaron muchos de los directores y técnicos que dieron un nuevo aire al cine chileno.

Ese podría ser el inicio formal de un artículo sobre la institución donde me formé. Podría escribirlo así, con distancia, con el tono solemne de un obituario institucional. Pero lo cierto es que detrás de ese párrafo más o menos correcto —más o menos cliché— se esconde algo mucho más íntimo: la única experiencia que, al menos para mí, merecía llevar el nombre de “Escuela”, así, con mayúscula.

Tuve la suerte de conocerla desde adentro: primero como estudiante, webmaster (¡eran otros tiempos!), luego como ayudante y más tarde como académico. Después me alejé (2010) —física y emocionalmente— justo cuando empezó a perder ese aura especial que la distinguía.

Mi primer acercamiento —si es que puede llamarse así— a la Escuela ocurrió mucho antes de que existiera formalmente, y antes de que yo ingresara a ella.

Tres años antes de su creación, conocí a Carlos Flores Delpino en su productora de la calle Suecia. Esa misma casa, años más tarde, se convertiría en la primera sede de la Escuela, antes de mudarse a la calle Macul por falta de espacio.

Recuerdo que en esa primera conversación Carlos me habló de su deseo: Tenía ganas de crear una escuela de cine en Chile. Pero también era claro al señalar que las condiciones para hacerlo eran difíciles: era una empresa costosa, y la demanda era incierta. En ese entonces, la única institución que ofrecía Cine como carrera era la ya desaparecida Universidad Arcis, donde él mismo hacía clases.

Al volver a casa, le conté a alguien cercano sobre ese encuentro. Después de escucharme, me dijo algo que no olvidé: “Esa persona, Carlos, es sin duda un agente cultural… o se va a convertir en uno”. Y tenía razón.

En 1995, mi abuela me pasó el diario para mostrarme una noticia: se iba a abrir una escuela de cine en Chile. Para mi sorpresa, la sede estaría en calle Suecia, y los directores serían Carlos Flores Delpino y Carlos Álvarez Pineda.

“Los Carlos”, como los llamaba todo el mundo, no eran solo nombres: eran una contraseña compartida. Decir “la escuela de los Carlos” bastaba para que todos supieran de qué estábamos hablando.

Esa dupla —opuesta y al mismo tiempo idéntica— se convirtió en el verdadero motor de la Escuela. Bastaba conocerlos un poco para entender cómo funcionaba (o no funcionaba) todo: descoordinado y coordinado a la vez, sincrónico y asincrónico. Ambos hablaban sin escucharse, pero de algún modo se oían. Compartían oficina, con los escritorios enfrentados, y a ratos daba la impresión de que ni siquiera notaban la existencia del otro.

Los Carlos eran como un reflejo: idénticos en muchas cosas, aunque desde ángulos distintos. Con el tiempo, inevitablemente, empezaron a separarse. Como siameses que, tras años de simbiosis, necesitaban romper ese lazo para poder seguir caminos propios.

Pero mientras duró su alianza, Carlos Flores y Carlos Álvarez fueron capaces de levantar algo único: una pieza clave para entender el cine chileno de fines de los noventa… y quizás hasta hoy.

La Escuela de Cine tenía una dinámica muy particular. Para entenderla, hay que considerar que su origen está ligado a la salida de varios académicos de la Universidad Arcis, que en 1995 se sumaron a este nuevo proyecto.

Es importante señalar que era una institución privada. Eso tenía su lado negativo: debía financiarse mes a mes, sin respaldo estatal. Pero también tenía una ventaja enorme, y es que su programa de estudios no respondía a ninguna institución superior ni a una lógica gubernamental. Algo impensable hoy, cuando todo está normado hasta el más mínimo detalle.

Esa libertad —curricular, académica, creativa— permitió que la Escuela se adaptara no solo a las necesidades de los alumnos, sino también a las de los profesores. Sí, sobre todo a los profesores. Ellos tenían una libertad poco común: diseñaban sus programas, sus métodos, sus clases. En otras instituciones, eso simplemente no era posible.

Así, nuestras clases de composición, a cargo de Pablo Langlois, podían ir desde la teoría más abstracta hasta la aplicación más libre, sin otra expectativa que experimentar. O las clases de guión cinematográfico de Gregory Cohen: largas conversaciones sobre anécdotas, escenas de películas, y sobre todo una desconfianza férrea hacia las estructuras narrativas clásicas que dictan los manuales.

Muchos cursos cambiaban semana a semana. Algunos lo veían como un problema y pedían más estructura, más continuidad, más “orden”. Pero justamente eso era lo que hacía distinta a la Escuela. Porque sí, se le pueden criticar muchas cosas desde lo académico, pero había una coherencia profunda en ese desorden: eso que alguien una vez llamó su “equilibrio precario”.

Ahora bien, las asignaturas más estructuradas eran las de Realización y Producción, impartidas por Carlos Flores y Carlos Álvarez. Tenían un marco claro… aunque no siempre se seguía al pie de la letra.

En primer año, por ejemplo, la consigna era simple: un cortometraje en video cada dos semanas, siguiendo una pauta técnica o temática. Luego venía el visionado colectivo: cinco horas viendo los trabajos de los compañeros y comentando cada uno.

En segundo y tercer año, se filmaba en 16 mm y 35 mm respectivamente. ¿Y cuarto año? Una incógnita. ¿Un cortometraje individual? ¿Un largo colectivo? ¿Algo intermedio? Todo podía pasar. Nada estaba escrito de antemano.

Toda esa estructura —si es que se le puede llamar así— funcionaba bajo un lema que todavía recuerdo:  “Avance irreflexivo, retroceso metódico.”

Esa frase —avance irreflexivo, retroceso metódico— está grabada en la memoria de todos los que pasamos por ahí. Nunca se supo con certeza de dónde venía. Carlos Flores no recordaba cómo surgió; Carlos Álvarez, en cambio, la atribuía de forma algo apócrifa a Lenin.

Ambos tenían un pasado político ligado a la izquierda. Pocos saben, por ejemplo, que Carlos Álvarez filmó con la guerrilla sandinista en los años 80. Por eso, estoy casi seguro de que esa frase nació de alguna conversación especular entre los dos Carlos, con su historia personal de fondo. Y lo cierto es que, consciente o no, esa consigna terminó anticipando la manera en que la Escuela enfrentaría los cambios que venían.

La Escuela de Cine abrió justo a mediados de los 90, sin saber que estaba en el lugar y el momento precisos para vivir una pequeña revolución cinematográfica.

Por un lado, irrumpía el movimiento Dogma 95, que proponía un cine de bajo presupuesto basado en restricciones técnicas autoimpuestas. Lo irónico es que, en Chile, esas limitaciones no eran una opción estética: eran nuestro día a día.

Por otro lado, comenzaba a instalarse el video digital como una opción real para hacer películas. Y eso fue una bomba de racimo en nuestra Escuela. Muchas clases giraban en torno al tema, y se armaban bandos: los que creían que lo digital nunca alcanzaría la calidad del fílmico, y los que veían en ese nuevo soporte infinitas posibilidades narrativas.

Creo, sin temor a exagerar, que fue en ese momento cuando realmente nació la Escuela de Cine. Fue la chispa que encendió la pradera, si se quiere ver así. Todo comenzaba a cambiar: la forma de ver cine, de hacerlo, de pensarlo.

Los futuros directores y directoras comenzaron a preguntarse qué contar y para qué soporte. Los directores/as de fotografía pasaron del grano al píxel. Los sonidistas mezclaban lo analógico con lo digital. El equipo de arte empezó a pensar también en el formato como parte de la estética. Los/as montajistas aprendían a leer y construir líneas de tiempo no lineales.

Y junto con eso, apareció una tímida —pero urgente— experimentación. Algo que por fin emergía, pero que con los años se iría apagando, incluso dentro de la propia escuela..

La Escuela de Cine empezaba a ser protagonista en festivales. Y aunque aún no lo percibiamos, algo importante comenzaba a ocurrir..

En la Escuela todo empezó a tener sentido. El avance irreflexivo y el retroceso metódico dejaron de ser solo una consigna: se transformaron en una filosofía de trabajo. La producción se intensificó, y con ella también la calidad artística y técnica. La Escuela nunca buscó —aunque era un sueño pendiente— llegar a la gran producción. Lo suyo era un cine de estrategias astutas, como decía Carlos Flores: ese era el retroceso metódico, mirar con ojo crítico lo que habíamos hecho bien y lo que no, detectar la aparición espontánea de objetos poéticos... o su ausencia.

El avance irreflexivo, en cambio, era la forma de lanzarse a los proyectos. Y ahí Carlos Álvarez era clave. Era de los que empujaban siempre hacia adelante. "¡Dale no más!", te decía, seguido de algún garabato cariñoso. Porque la relación con esas dos cabezas y almas de la Escuela era de tú a tú, pero con un respeto profundo, que no venía del cargo, sino de su experiencia y generosidad para acompañar, guiar y empujar proyectos.

Esos fueron, sin duda, los mejores años de la Escuela. Fue cuando aparecieron proyectos innovadores como Sábado, de Matías Bize; cuando los cortos de Sebastián Lelio comenzaron a transformarse en largometrajes; cuando los/las fotógrafos, sonidistas, camarógrafos, directoras/as de arte y montajistas empezaron a caminar solos, empujados solo por las ganas de hacer cine, sin pensar en réditos económicos ni en el reconocimiento externo.

Pero no todos los/las que egresaron de la Escuela se dedicaron finalmente al cine. Muchos tomaron otros rumbos, profesiones distintas, caminos inesperados. Sin embargo, el cine —y la Escuela— siguen ocupando un lugar importante en la memoria de todos. Porque lo que se aprendía ahí no era sólo técnica, sino una forma de mirar, de estar en el mundo.

Con los años, nos fuimos dispersando por el país y por el mundo, pero algo de esa cercanía permanece. Seguimos encontrándonos en proyectos, en afectos, en miradas compartidas.

Ese espíritu no era casual. Tal vez heredado de una malla curricular rizomática, o quizá del modo en que la Escuela se pensaba a sí misma, fue lo que permitió que ese trabajo colectivo diera frutos: muchos de esos ejercicios, cortometrajes y ensayos terminaron en festivales internacionales, y la crítica nacional tuvo que ponerse al día con un cine que ya estaba cambiando.

Estaba naciendo una nueva generación de cineastas, formada por quienes fueron alumnos y que crecieron viendo cine en VHS pirateados, pero también por una generación de profesores que vio truncada su carrera por el golpe.

Sí, así recuerdo mi Escuela de Cine.Ese lugar donde, más que a estudiar, uno llegaba a mirar, escuchar, conversar y discutir sobre cine. Donde pasar a saludar a Mireya —la secretaria académica, pero para muchos la tercera directora— era parte del ritual. Una mujer que siempre te escuchaba, que mediaba entre los Carlos y los alumnos. Si había un problema, te decían: “Anda a hablar con la Mireya”.

Ese lugar donde podías tomarte un café y hablar sobre cine italiano con Héctor Ríos, o ir a almorzar con Raúl Ruiz al restorán chino de al lado. Donde un viernes cualquiera podía aparecer Alejandro Amenábar para dar una charla abierta. Donde escuchabas sonidos e instrumentos tibetanos en alguna sala de clases de Gerardo Silva, o donde en la recepción el Vladi te prestaba películas de Bergman imposibles de conseguir.

Un lugar donde agradecemos no haber tenido clases de semiótica, pero sí de filosofía contemporánea. Donde aprendí a filmar en 35mm, 16mm y video. Donde los largos almuerzos del día viernes nos reunían a todos: desde los Carlos hasta Sergio, nuestro entrañable conserje.

Ese lugar sigue ahí. No se ha ido ni se ha cerrado. Como decía Tarkovski: “Las cosas no son como fueron, sino como se las recuerda”.  Y así es como la recuerdo.

Oscar Cardenas Navarro

Cineasta






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